Por
Graciela C. Sarti

Utopías cuestionadas / utopías deseadas: el caso de El dorado (1990) por el grupo CAyC

Presentación

Este trabajo se propone indagar en la producción que un notable grupo conceptualista y experimentalista argentino, nucleado en el CAyC —Centro de Arte y Comunicación—, realizara en las últimas décadas del siglo XX; dicha indagación gira en torno de dos ejes relacionados con un pensamiento sobre la utopía: por un lado la insistente propuesta, sostenida desde avanzados los años 70, acerca de que se estaba transitando el «final de una segunda Edad Media» —lo que implicaba estar en los albores de un «nuevo Renacimiento»—; pero también desde esa época, la puesta en cuestión de ciertos mitos que alimentaron la conquista de América y que fueron tematizados genéricamente como «los mitos del oro»: utopías sobre lugares inexistentes que colmaban las más desbocadas codicias del imaginario del conquistador. Realización clave de esta segunda instancia es la muestra El Dorado, presentada por el Grupo CAyC en 1990 en Buenos Aires y reenviada con mínimos cambios para la Bienal de San Pablo del año siguiente. Allí la poética metafórica del grupo logrará algunas de sus obras más contundentes.

Este colectivo artístico, fundado a finales de 1971 por el crítico, curador y sobre todo gestor Jorge Glusberg, tuvo una existencia prolífica, múltiple, de vasta proyección internacional pero también polémica, objeto de sostenidos debates. De hecho, el grupo no fue considerado por todos sus miembros exactamente un «colectivo».

Nacido inicialmente como Grupo de los Trece, aunque rara vez la formación coincidiera numéricamente con esa cifra, pasa a asumir el nombre del Centro que los cobijaba en alguna fecha imprecisa de entre mediados y fines de la década del 70. Lo habitan personalidades artísticas de extrema relevancia: entre ellas, Jacques Bedel, Luis Benedit, Víctor Grippo, Alfredo Portillos y Clorindo Testa, quienes permanecen en el grupo hasta su disolución en 1994; también Gregorio Dujovny, Carlos Ginzburg, Jorge González Mir, Leopoldo Maler, Vicente Marotta, Luis Pazos, Alberto Pellegrino, Juan Carlos Romero, Julio Teich y Horacio Zabala, quienes lo integran en fechas más limitadas y con diversos grados de adhesión. Para algunos es un grupo de producción donde se discuten poéticas, se generan proyectos y se trabaja desde una idea en común, sobre todo a partir de la influencia de invitados de excepción que concurren al CAyC a dar seminarios y conferencias, a exponer o curar muestras, a integrar jurados —Jasia Reichard, Lucy Lippard, Abraham Moles, Joseph Kosuth, Gillo Dorfles o Jerzy Grotowski entre otros— (Portillos, Entrevista). Para otros, es simplemente una oportunidad de proyectarse en un plano de igualdad con sus pares de la escena internacional, exponiendo en una vasta agenda que incluye prácticamente todos los foros notables del arte y también algunos destinos de excepción —de París, Londres o San Francisco a Reykiavik o Zagreb— (Zabala, Entrevista). Todos y cada uno de los artistas que pasan por el CAyC desarrollan paralelamente una obra personal que va más allá de las exposiciones colectivas o amparadas por este centro.

Retomo aquí una investigación previa relativa al Grupo de los Trece/Grupo CAyC, que publicara en el Centro Virtual de Arte Argentino en 2013. Un punto de aquel trabajo, en principio será inevitablemente glosado; pero también continuado y reformulado a la luz de la pregunta por la identidad estética regional y su respuesta en función de procedimientos retóricos propios. Propongo sea central para este recorrido la perspectiva que aporta la categoría de lo neobarroco. Dicha categoría, formulada hace más de cincuenta años en principio desde una vis latinoamericanista, ha demostrado tener una extraordinaria vigencia en la región, tanto en la producción artística como en su desarrollo teórico: Severo Sarduy, Bolívar Echeverría, Irlemar Chiampi, Gonzalo Celorio o Néstor Perlongher, entre otros, la postularán como acto de resistencia y apropiación cultural. Uno de los aspectos notables de la producción artística que podríamos catalogar de neobarroca es la reiterada apelación a un imaginario de la Contrarreforma, citado, parodiado y trasgredido como crítica de la conquista, desarrollando un discurso netamente poscolonial. En esta apropiación, como se verá, la retórica se vuelve procedimiento clave de relectura del pasado. 

La búsqueda de una retórica propia

La cuestión latinoamericanista había sido un desafío permanente, un problema planteado por el director Glusberg desde la conformación misma del Grupo de los Trece. Expresada como voluntad ya en el título de la muestra fundacional —Hacia un perfil del arte latinoamericano, 1972—, implicaba además una contradicción: la afirmación inmediata, desde el texto curatorial, de que «no existe un arte latinoamericano sino problemas latinoamericanos», puesta en el marco de una exposición donde convivían obras de artistas de todas las latitudes. Hacia 1977 —año clave donde el grupo gana colectivamente el Gran Premio Itamaraty de la XIV Bienal de San Pablo—, se despliega una tensión ideológica entre internacionalismo y regionalización, en una serie de propuestas teóricas y realizaciones artísticas concretas. Dos de esas propuestas teóricas son la noción de arte de sistemas y el vínculo entre arte e ideología: nociones que aparecen como clave de esta buscada identidad, y que ya han sido trabajadas en otra parte,1 demuestran, además de su pertinencia, cierta incapacidad para abarcar la multiplicidad de fenómenos del arte latinoamericano contemporáneo.

Aparece entonces, en este horizonte aún indefinido, una nueva posibilidad teórica con capacidad de reunir diversidad de propuestas con un rasgo de síntesis: la formulación de que hay una retórica propia, diferenciadora. Al parecer, la opinión de la crítica británica Jasia Reichardt —una de tantas personalidades invitadas por el CAyC— habría jugado algún papel al postular «que nuestro fuerte en el arte latinoamericano son las metáforas, mientras que el arte europeo muchas veces está vacío» (Maler, Entrevista). Este aserto se vincula claramente con todo un desarrollo, producido en esos años, en torno a la existencia de una peculiar operación discursiva, propiamente latinoamericana: textos firmados por Glusberg que se van sucediendo, asolapándose unos con otros, hasta culminar en 1978 con la publicación de Retórica del arte latinoamericano, con prólogo de Gillo Dorfles. En esta construcción se enhebra la tarea del crítico con la de artistas de enorme peso que, en la mayoría de los casos, están alcanzando niveles altísimos de producción. Ya en setiembre de 1977, es decir, un mes antes de la inauguración de la controvertida Bienal paulista, Glusberg publica Rethoric of Art and Technology in Latin America, en ocasión de la Conferencia Anual del International Institute of Comunication en Washington. Allí, partiendo de algunas consideraciones sobre la retórica tradicional, se vuelve al modelo semiótico-estructuralista que viene acompañando las propuestas del crítico y curador, con citas de Pierce, Saussure y, sobre todo, de Roland Barthes. Este último resulta central por haber sido el primero en proponer una «retórica de la imagen», desplazando el eje desde las formas del discurso inscriptas en la lengua hacia otros ámbitos de expresión. La metáfora, la sinécdoque y la metonimia revelan una riqueza aplicable a un vasto campo que va del psicoanálisis a las artes visuales. En este caso, el interés pasa por definir las condiciones actuales de producción del video arte, condiciones a las que se define ante todo en términos geopolíticos. A la hora de puntualizar la especificidad regional, junto a las esperables limitaciones tecnológicas y a la calidad testimonial de la gran parte de las realizaciones, aparecen marcas estilísticas propias: un uso deliberadamente «ingenuo» de los recursos, en consonancia con los contenidos y su anclaje en un medio que los determina. «No debemos confundir complejidad de los recursos técnicos con complejidad de los procesos retóricos» (s/n).2

Estas nociones vienen a enriquecer el texto del catálogo producido inmediatamente para la XIV Bienal de San Pablo donde, a la recurrencia sobre la matriz ideológica de toda creación, se le agregan consideraciones muy actuales respecto del arte contemporáneo: no más «bellas artes» sino «artes visuales», no más postulación de la supuesta «autonomía» del arte (The Group of the Thirteen s/n). Apenas un mes después, para el catálogo 21 artistas argentinos en el Museo Universitario de Ciencias y Arte, en México, el tema reaparece como intento de aplicar la lingüística como «ciencia piloto», junto a la apelación a Bachelard y Lacan y la reformulación del problema en términos de una retórica de lo imaginario y de lo simbólico. Lo simbólico se lee aquí como superación de lo meramente imaginario y como fuente de toda producción cultural, de los mitos y los ritos a la ciencia y, obviamente, al arte mismo. La obra latinoamericana sería fundamentalmente metafórica o metonímica, apoyada en un «arsenal de argumentaciones complejas», cuyo signo es la utilización de estas figuras universales del discurso, pero aplicadas según sus propias condiciones regionales. De la mano de la categoría de lo simbólico, nuevas preocupaciones, formas y temas tendrán desarrollo inmediato, haciendo anclaje en el escenario de la historia de América, la conformación de sus mitos, sus construcciones imaginarias (s/n). Este rápido desarrollo conceptual puede ser objeto de una pregunta bastante pertinente. ¿Cuánta relación hay entre estas propuestas y la temprana formulación de lo neobarroco por Severo Sarduy, en términos latinoamericanistas? Efectivamente, en 1972 se había publicado el ensayo seminal El barroco y el neobarroco, donde se postula esta nueva categoría en primer término como procedimiento retórico. Este procedimiento se despliega, según Sarduy, ante todo en dos estrategias básicas: en el juego del artificio bajo las formas de sustitución, proliferación y condensación —esto es, juego con el significante, o bien sustituido, escamoteado y desplazado por otro, o bien en proliferación que señala un significante ausente, o bien condesado y reunido más allá del mismo texto, «en el interior de la memoria»— (18). En segundo lugar, la obra será parodia, bajo las formas de la inter- e intratextualidad, allí donde desfigura otra obra anterior a la que hay que leer en filigrana, jugando con pluralidad de tonos. «La obra será propiamente barroca en la medida en que estos elementos —suplemento sinonímico, parodia, etc.— se encuentren situados en los puntos nodales de la estructura del discurso, es decir, en la medida en que orienten su desarrollo y proliferación» (22). A estos procedimientos se sumará también el del juego de espejos, el erotismo y la tendencia revolucionaria, siempre desde una perspectiva latinoamericana.3

El neobarroco que prenuncia Lezama Lima, sistematiza Sarduy y retoman tantos otros, se desarrolla predominantemente en los ochenta en dos vertientes clave: como rebelión de los cuerpos de las sexualidades disidentes, sobre todo a partir de la crisis del SIDA — tema que no podemos abordar en este trabajo— y como apropiación de las imágenes de la Contrarreforma católica, constituyéndose, en cita del clásico de Gonzalo Celorio, en un Ensayo de contraconquista. Esta perspectiva, como se verá, se vuelve central en la producción del CAyC desde finales de los años setenta.4 

América, los mitos del oro y la esperanza en una nueva época

En agosto de 1978 se presenta en la sede porteña del CAyC una muestra donde comienzan a desarrollarse nuevas temáticas: Los mitos del oro. Al parecer, a la luz de las gacetillas 868 a 876 del día 23 —frondosos textos de análisis histórico/cultural—, el tema había sido trabajado en la Escuela de Altos Estudios del CAyC.5 Se está indagando en la simbología del oro, y hablar de símbolo es, por definición, abrir la riqueza de la parcial adecuación entre significante y significado para explorar alusiones y ambigüedades. El oro es motor despiadado de la conquista de América, pero también elemento indispensable de muchos de los ritos precolombinos; todavía, para los años setenta, es patrón ilusorio de valor de la moneda en las sociedades contemporáneas; entonces y siempre, imagen de prestigio, de incorruptibilidad. Esa indagación aún incipiente desemboca en lo inmediato en Mitos y magia del fuego, el oro, el arte, muestra correlativa de las Jornadas de AICA (Asociación Internacional de Críticos de Arte) de 19796 y, unos años después, en una serie de obras clave sobre la construcción de identidad nacional y regional. Hay una detención en los materiales y su transmutación, bastante cercana a la línea de trabajo de Víctor Grippo, con sus cercanías con la alquimia, pero también emparentada con la ritualidad de las performances y altares de Alfredo Portillos y con mucho de lo producido en las obras de Benedit, Bedel, Testa y Maler. De hecho y más allá de sus diferencias, en estos autores se encuentra una investigación de muchos años que viene a desembocar en estos planteos críticos. Si tanto Glusberg como Sarduy, para la misma época, están planteándose relecturas en términos de retórica, otro punto en común entre ambos es la preocupación por situar en esos años un cambio de época con remisión a un periodo histórico del pasado. Sea este el neobarroco del poeta cubano o el anuncio de una segunda Edad Media como prolegómeno a un nuevo Renacimiento en los textos del curador argentino, se percibe un momento de bisagra. En principio, acabarían aquí las coincidencias, ya que mientras que queda claro que el neobarroco no es un neo en el sentido de los revivals, sino una estrategia de relectura, la propuesta de Glusberg pretenderá ubicar el nuevo arte experimental en el gozne entre el final de un ciclo exhausto y «oscuro» y los albores de una nueva época. Efectivamente y como es bien sabido, para la Argentina esos son años oscuros. Con toda evidencia, el CAyC se desarrolla en el espacio de vacancia que había dejado el mítico Instituto Di Tella. Pero la escena es brutalmente diferente. Atrás han quedado las euforias optimistas de los 60. El duro presente de un mundo polucionado, una utopía política y artística no realizada y un régimen local dictatorial solo permite especular en términos de esperanza. En octubre de 1979, el grupo es naturalmente invitado a presentarse en la XV Bienal de San Pablo. Esta vez el envío colectivo se llamará Hacia el fin de la Segunda Edad Media, y representa una nueva vuelta de tuerca al giro teórico que está tomando el CAyC. En el conjunto de obras, más allá de alguna excepción, puede sentirse esta preocupación latinoamericana antes referida, que mira ahora muy específicamente hacia la historia. Los libros arqueológicos y mineralizados de Jacques Bedel, las herramientas de labor del campo argentino por Luis Benedit, las ceremonias sincréticas de Alfredo Portillos, las pinturas/instalaciones de Clorindo Testa sobre la peste, son algunos de los planteos metafóricos del grupo. Desde el catálogo, Glusberg señala los múltiples aspectos que los artistas abordan, para situarlos en un paisaje de fin de una época y comienzo de otra nueva. En el contexto ya posmoderno de las múltiples y anunciadas muertes con que se afrontan los años 80 —las de la historia, las utopías, los grandes relatos legitimadores y, naturalmente, el arte—, con gesto entre apocalíptico y utopista, el crítico describe el momento presente como un paralelo con la Edad Media polucionada, atravesada por las pestes y la intolerancia, para anunciar que tal vez se trata del momento previo a un nuevo Renacimiento «Es cierto que predomina en estos trabajos una visualización de los azotes de nuestro tiempo; pero, no es menos cierto que ella opera a tres niveles simultáneos: mirando hacia atrás en la historia, insertando su mensaje en la actualidad e insinuando reflexiones sobre el mañana inmediato» (s/n). Con el mismo título de Hacia el fin de la Segunda Edad Media, en junio de 1980 se presenta otra muestra en paralelo con las Jornadas de la Crítica en la sede del CAyC, exposición que itinera entre fines del 80 y comienzos del 81 por Dublín y Lausana. En la muestra de Irlanda, el tema de la «Segunda Edad Media» encuentra también amplio despliegue. Por solo citar dos ejemplos, el propio Glusberg presenta como obras una serie de fotografías de motociclistas a quienes considera los caballeros cruzados del momento presente, mientras que Testa continúa tematizando la polución y pestilencia en las ciudades con Reciclado de las Edades Medias. Símbolo y rito se entrelazan en esta búsqueda identitaria; la performance se vuelve un territorio privilegiado de expresión y esto es lo que sucede, por caso, con la obra de Leopoldo Maler para la XXXIX Bienal de Venecia, donde se tematiza la cuestión de la conquista de América a través de una serie muy potente de acciones en torno del tema de los caballos de los conquistadores o en la muestra Rosc ́80a realizada en Lausana. Se comienza a postular «Un sentido de la historia» —así el título del texto del crítico Horacio Safons para el catálogo de esta última muestra—, que sintetiza la vía que está tomando el Grupo CAyC en términos de «un sentimiento histórico subyacente de la humanidad, sus esperanzas y pestilencias» (s/n).7 En estos «años oscuros» la conquista de América se ha vuelto tema privilegiado. Ese mismo tema americano se retoma para la XLIII Bienal Internacional de Venecia en 1986, pero ahora el contexto es sensiblemente diverso. La vuelta a la democracia en la Argentina permite pensar un nuevo giro, no en términos de pestilencia y corrupción, sino de positividad, de recuperación de logros ancestrales perdidos. El CAyC es invitado a esta Bienal cuya propuesta curatorial gira en torno de un tema caro al grupo: «Ciencia y arte». Presenta entonces una nueva propuesta colectiva a la que Glusberg llama La Consagración de la Primavera, y que se centra en el tema de la ciencia precolombina. El título elegido tiene dos referencias prestigiosas: el conocido ballet que, con música de Stravinsky, se estrenara en París en 1913 y la novela homónima de Alejo Carpentier, publicada en 1978 y considerada la más ambiciosa de toda su literatura. El primero es un espectáculo atravesado por referencias a lo antropológico y ancestral; la segunda es una narración donde se enhebran la cultura moderna europea y la revolución cubana. Allí Glusberg planteará que si las obras de los artistas —no solo argentinos, sino por extensión los latinoamericanos— son una manifestación verdadera de la cultura de nuestros pueblos, de nuestras tradiciones, el retorno a las fuentes parece automático, natural, aunque los lenguajes utilizados sean internacionales. Se trata de retornar pero recreando, no de convertir ese retorno en la única fuente (s/n). La ciencia a recuperar, según el crítico, está presente aún en nuestros días, pero de modo oculto, porque es «la de los secretos de la naturaleza física, psíquica, espiritual y mental» y será trabajada por el grupo como «transposición de ideas», que señalen la dualidad de los dos mundos, Europa y América («La consagración de la primavera», versión mecanografiada s/n). Para este envío, entre otras obras, se presentan Alfredo Portillos con su Serie de trepanaciones, donde recrea instrumentos médicos precolombinos y Clorindo Testa, con Grafiti españoles sobre una pared en Cuzco, 1583: es marcado el giro hacia la historia del continente que preludia el desarrollo posterior. 

El Dorado, utopía negativa Entre 1990 y 1994 el Grupo CAyC presenta un muy acotado grupo de muestras, que no por escasas dejan de ser memorables. Reducido a solo seis miembros, el colectivo logra en ese periodo realizaciones emblemáticas, pese a que la actividad del Centro está mucho más volcada a la arquitectura y al diseño, cuando no al desarrollo de la crítica.8 Son años también en los que Glusberg, a través de los catálogos de las muestras y muchas notas en los medios, recapitula la historia de la agrupación y va cerrando un ciclo. En setiembre de 1990 el grupo vuelve a exponer en la Galería Ruth Benzacar, entonces uno de los espacios de arte más notables de Buenos Aires; la muestra se titula El Dorado. Como señalamos más arriba, será llevada al año siguiente, con unas pocas variantes, como envío invitado a la XXI Bienal de San Pablo.

La cercanía del Quinto Centenario del eufemísticamente llamado «Encuentro de culturas» vuelve el tema de gran actualidad. Siempre bajo la curaduría de Glusberg, esta vez Bedel, Benedit, Grippo, Portillos y Testa presentan un ceñido conjunto de instalaciones en torno a uno de los mitos que alentaron las aventuras de la codicia en la conquista de América: la leyenda de El Dorado, país fabuloso, región de riquezas incalculables, cuya imagen surge del relato deformado de las ceremonias de los chibchas en la laguna del rey Guatavita y despliega luego en el imaginario de la mítica ciudad de Manoa. Se trata de un auténtico u-topos, un no-lugar cuyo espejismo desata las más exageradas ilusiones, motoriza penosas aventuras y acaba en tremendas acciones. El catálogo de la exposición traza brevemente la historia de los diversos mitos sobre la América recién «descubierta» —del Edén de las especias al Edén de los metales preciosos, de la leyenda del Rey Blanco a la ciudad de los Césares y a Trapalanda—, para recalar en la historia de tres expediciones que se lanzaron a través del territorio de lo que hoy es Colombia, tras el supuesto tesoro de El Dorado: la de González Jiménez de Quesada, iniciada en 1536, la de Nicolás Federman, ese mismo año —en verdad, se trataría de dos «brazos» de la misma expedición— y la de Sebastián Belalcázar en 1538: tan solo tres casos puntuales de una serie de intentos vanos mencionados en las crónicas. Esta búsqueda sangrienta de una ciudad o región del oro en verdad inexistente, resulta ser para el curador, «metáfora de metáforas» del contradictorio vínculo entre razón y fantasía con que los conquistadores alimentaron su construcción imaginaria de América (s/n).9 El conjunto de obras, de clara intención crítica, hace confluir la pervivencia de procedimientos conceptuales con una fuerte presencia de la imagen. Jacques Bedel vuelve a sus simulacros de restos arqueológicos con El puño de plata, un tótem de aluminio electrolítico montado sobre las ruinas de lo que bien pudiera ser, según el catálogo, un templo del mítico país de Manoa. El baño metálico y el color azul eléctrico que trepan por la pieza le quitan carácter biológico a este hueso «mineralizado». El hueso-puño alude a una violencia, una imposición, que se yerguen sobre los restos de las civilizaciones amerindias. Para la primera versión, el soporte es solo un cilindro de aspecto desgastado: en la versión que envía al año siguiente a la Bienal de San Pablo, el pedestal tiene mayor desarrollo, remitiendo de modo más decidido a un resto o ruina arqueológica, tal como se venía señalando en el texto de ambos catálogos. Luis Benedit instala Y al principio fue la codicia. El conjunto procede por acumulación de datos que funcionan como índices de situaciones más amplias y complejas: la geografía de América está referida con la imagen del volcán Misti; sus pobladores, por los nombres de diversos pueblos originarios de la región dispuestos en carteles; los viajes de ocupación, por un objeto, una embarcación. La codicia está conceptualmente señalada a través de dos paneles, uno dorado y otro plateado, mientras que la venganza del territorio conquistado se cifra en la presencia del mosquito, la piraña, y la descripción del proceso de la sífilis —enfermedad que, según algunas teorías, sería de origen americano—. Víctor Grippo, con l Dorado huevo de oro, recurre a una instalación con aspectos íntimos. Sobre una tarima blanca, un pequeño barco que había realizado en su infancia aparece contenido en una burbuja de cristal rota, encallado en un blanco paisaje de yeso. En el otro extremo, un espejo devuelve esta imagen de encierro, rotura y desolación. «América es esa navecita de ilusiones, que ve su futuro porque se ve a sí misma al mirar hacia lo ignorado» (Glusberg, «El Grupo CAyC y el mito de El Dorado», s/n). La alusión al huevo es, como tantas otras veces en el autor, cita de uno de los símbolos clave de la alquimia. Pero este «huevo de oro» está escondido —solo es visible a través del espejo de la pared opuesta a la navecita—, y la burbuja que contiene a la nave está rota, con lo que esta, impedida de avanzar, queda atrapada en la contemplación del espejo/espejismo. Nótese, una vez más, el trabajo con el significante, la resolución de la imagen en términos emparentados con el lenguaje verbal. También en la instalación de Clorindo Testa aparece este trabajo con el espejo, ese doble juego con la palabra y su significado en el sentido de duplicación de imagen y de ilusión. En El espejito Dorado se presenta una barca recostada sobre lo que conceptualmente se transforma en una ribera, a través de una serie de placas de cerámica que llevan la huella de pies desnudos y, al final del trayecto, de una mano y una rodilla en tierra. Los pasos se detienen ante un espejito, del que cuelga un dije de oro, con la forma aproximada de una zanahoria —según el famoso dicho de la zanahoria ante el burro—. La obra trabaja también con otro lugar común, el de los «espejitos de colores» repartidos por los conquistadores a cambio de la riqueza mineral de América. Pero aquí, ese espejo revierte sobre los propios europeos. Llevados por el espejismo del oro se han adentrado en la profundidad del continente, como el burro que persigue una zanahoria que cuelga permanentemente delante de sí, a matar y morir en vano. Alfredo Portillos, quien venía trabajando desde hacía muchos años con acciones rituales sincréticas e instalaciones de los altares resultantes, expone aquí una forma diferente de altar, adecuada al tema a problematizar. En esta ocasión ya no se trata de un remedo de ritual antropológico, a la manera de muchas de sus realizaciones de los años 70, sino de un tríptico con claras alusiones al barroco europeo. Una de las alas laterales contiene una momia de tamaño natural, como las típicas precolombinas, realizada en resina poliéster y cubierta con restos de tejido de telar, de colores: perfecto simulacro de un hallazgo arqueológico. Se trata del cacique chibcha Saquesaxigua, torturado hasta la muerte por el capitán Jiménez de Quesada, para que confesara el paradero del inexistente El Dorado.

En el otro lateral, una momia de igual tamaño representa al capitán español Orellana, muerto a su vez por los chibchas.10 Esta segunda momia, en vez de restos textiles, se viste con peto plateado de armadura y lleva en la cabeza un resplandor de plata similar a los de un Cristo o santo barroco: apelando al recurso de las imágenes de vestir típicas del arte colonial, Portillos reenvía el sentido hacia la crítica anticolonial. En el panel central, el que en un altar se destinaría al objeto principal de devoción, un mapa de apariencia antigua dibuja la región de estos sucesos sangrientos: el río Magdalena, trazado a pluma, más un pequeño objeto de oro y una barca en medio del río, repleta de lo que constituyó el verdadero oro de América, el tesoro inadvertido por la ceguera del conquistador. Son los dorados granos del maíz que, junto con la papa, combatieron el hambre y cambiaron la mesa europea. Es esta obra, con su apropiación y relectura del arte europeo, con su riqueza visual y evidencia metafórica, uno de los ejemplos más claros de desarrollo de una poética neobarroca por parte del grupo en los finales del siglo XX: «El Dorado no apareció en ningún sitio porque yacía en todas partes: en los ríos y las selvas, en las montañas y las llanuras, en el suelo ubérrimo y el aire límpido, en la vieja América y en la nueva. Y, esencialmente, en la libertad y la imaginación que la inmensa y luminosa América enseñó un día a la pequeña y apagada Europa del siglo XVI» (Glusberg, «El CAyC y el mito de El Dorado», s/n) 

A modo de cierre Si el CAyC se propuso desde sus inicios encontrar una retórica propia, diferenciadora, el encuentro con el tema americano y la crítica de la conquista parecen haberle dado una particular riqueza discursiva. Lejos del hermetismo conceptual de las primeras manifestaciones del grupo, hay plena evidencia de un recurso a la sensualidad, a la proliferación metafórica. Espejos y pliegues de la materia, citas y gestos paródicos se ponen en línea con esa propuesta neobarroca que la teoría viene desarrollando en esos años y continuará después. Se corresponde esta producción con la inquietud inicial sobre la identidad del arte latinoamericano, sin llegar naturalmente a cerrarlo ni a definirlo. Tantos años después, los artistas del CAyC continúan afirmando que no «hay un arte latinoamericano» sino problemas de la región, que el arte es pura y exclusivamente arte, más allá de cualquier ubicación geográfica (Zabala, Entrevista y Maler, Entrevista). Sin embargo, el arte latinoamericano está allí, presente, inquietando los pabellones de las bienales y las páginas de los críticos y ensayistas, conjunto sobresaliente dentro de esa vertiente contemporánea que Terry Smith ha calificado de «giro poscolonial» (193-200) y que abarca la producción de cantidad de regiones supuestamente marginales, que hoy acaban determinando las agendas de los grandes eventos artísticos internacionales. Si bien este arte no puede pretender ni ser cerradamente regional ni encarnar la única expresión de cierta complejidad discursiva, de la riqueza barroca de sus metáforas no cabe ninguna duda.


Obras citadas

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DAVIS, Fernando. «El conceptualismo como categoría táctica». ramona 82 | Vanguardias polémicas: la herencia de los
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Obras consultadas

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Notas

(1) Ambos aspectos exceden la extensión de este trabajo y han sido abordados en la página ya referida de nuestra autoría. Para la cuestión del arte de sistemas, véase el catálogo de la muestra homónima en Fundación OSDE (Herrera y Marchesi); sobre el vínculo entre arte e ideología, sus alcances y limitaciones, entre otros textos, los de Davis y Longoni. 
(2) Texto original en inglés. La traducción es mía, en este y siguientes catálogos en esta lengua. En el caso de los catálogos
de CAyC, se trata de fuentes sin números de página.
(3) Sin lugar a dudas, la obra de Sarduy recupera la voz ensayística de otro cubano, José Lezama Lima, cuyos textos plantean ya desde los años cincuenta una preocupación por la identidad latinoamericana y el lugar decisivo de lo barroco en dicha identidad. Si bien la obra posterior de Sarduy extiende esta retórica de modo global, ese primer enfoque regional dará como
fruto renovados desarrollos teóricos —el más señalado de los cuales tal vez sea en la obra de Bolívar Echeverría, donde lo neobarroco pasará a ser una categoría posible para pensar una modernidad alternativa y americana—. 
(4) En verdad, al momento presente, podríamos postular tres vías principales de producción neobarroca en las artes visuales con proyección hasta el presente: dos de ellas de claro desarrollo a partir de la década del 80 —las temáticas en torno a lo corporal, y la apropiación de la imagen del barroco colonial—, y una tercera relativa a la espectacularidad en el uso de recursos tecnológicos. Nos abocaremos en este trabajo solamente a la segunda. 
(5) Estas gacetillas de 1978 llevan por título Los mitos del oro y el Grupo de los Trece y se encuentran en el Archivo Vigo de la ciudad de La Plata. En noviembre, la muestra es llevada a la I Bienal Latinoamericana de San Pablo, cuya convocatoria está en absoluta consonancia con lo que está ocurriendo en el CAyC: los mitos y la magia de América, divididos en secciones según origen —africano, eurasiático, precolombino—. CAyC la encara como envío colectivo similar al del año anterior, con los mismos protagonistas y para la sección «Mitos y magia de origen mestizo».
(6) El catálogo se publica en inglés como Myths and magic on fire, gold and art en 1979. 
(7) Texto original en inglés. La traducción es mía. Volver
(8) Entre 1978 y 1986 y de 1989 a 1992, Glusberg es presidente de la Sección Argentina de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA), y la sede CAyC alberga reiteradamente las Jornadas Internacionales de la Crítica y muestras ad hoc. Desde 1985, el CAyC crea e impulsa la Bienal Internacional de Arquitectura. 
(9) Este texto, titulado «El CAyC y el mito de El Dorado», se reitera en el catálogo de la Bienal de San Pablo del año siguiente, así como en otras publicaciones de divulgación en torno de la misma. 
(10) La primera expedición de Quesada, de 1536, partió con 800 hombres y regresó con solo 170. Su destino inicial era el Perú, pero luego, por inalcanzable, se vuelve hacia El Dorado (Gamboa, párraf. 10-13). Saquexasigua, zipa sureño de los
muiscas, perece bajo tortura por orden suya. En 1570 realizó una segunda expedición en busca de El Dorado. Según crónicas de la época, murió de lepra a edad avanzada.

 

“Utopías cuestionadas/ utopías deseadas: el caso de El Dorado (1990) por el grupo CAyC” presentado en el X Coloquio Internacional de Estudios Hispánicos: América, tierra de utopías, Universidad Eötvös Loránd, Budapest, 17 y 18 de octubre de 2016. Publicado en América, tierra de utopías, Péter Balázs-Piri y Margit Santosné Blastik (Eds.), Budapest, Eötvös University Press, 2017, pp. 263-276. ISBN 978-963-284-932-4 para la versión impresa. Disponible on-line en: ELTE Reader (http://www.eltereader.hu/) y en Centro Virtual Cervantes (CVC. Centro Virtual Cervantes.). ISBN 978-963-284-933-1 (pdf).

Link: https://cvc.cervantes.es/literatura/america_utopias/22_sarti.htm#np10